Él era el muchachito de “mandao” de la iglesia. Su apariencia lo dice. Se ve dócil y cooperador aun hoy a sus 23 años. Fue a los 14 cuando se convirtió en víctima de pedofilia por parte de un religioso.
Es un joven educado y saluda con amabilidad. Al parecer, el haber sido abusado sexualmente no acabó con esos buenos modales que asegura aprendió de su madre. “Bueno, disculpen la facha, estaba trabajando y salí antes para juntarme con ustedes, pero ahora con esto del aumento del pasaje, no hay muchos vehículos… En fin, eso no es lo que a ustedes les interesa”, sonríe como queriendo ocultar la vergüenza que le proporciona saber que se aproxima a compartir un triste secreto.
Con 240 libras, el protagonista de esta historia no para de caminar mientras va contando lo sucedido aquella mañana de mayo cuando junto a un grupo de jovencitos se aprestaba a dar los últimos toques al altar. Con ello se daría inicio a la celebración de las fiestas en honor a la virgen María.
“Me llamó por mi nombre completo, una cosa que todos me decían mi apodo. Con respeto lo sigo hacia donde él iba caminando y le iba dando los detalles de cómo habíamos hecho todo para la celebración. Noté que no me estaba prestando atención, y luego me di cuenta por qué”, hace una pausa y traga en seco como se dice popularmente.
Su intención evidenciaba que estaba por abandonar la historia. “¿Crees que sería prudente venir uuDame un segundo”, apenas pudo responder. “Es difícil, sabes”, se repone un poco.
Prosigue: “Yo lo noto callado y raro. Y creo que es porque hicimos algo malo, pero de pronto me entra para el baño que hay cerca de la sacristía. Comienza a manosearme, y le pregunto: ‘¿Qué es padre, que le pasa, dígame qué le pasa?’, todavía no quiero perderle el respeto sin darme cuenta que ya él me lo había perdido a mí”, respira profundo, se rasca la cabeza, se acomoda la camisa, y se nota tan inquieto como de seguro estaba aquel día.
“Me bajó el pantalón con una furia. Parecía otro. No me hablaba, me puso una mano en la boca para callarme, y…”, no dice nada más. Las lágrimas habían aparecido haciendo uso del protagonismo que este joven le había dado en su historia.
Sin parar de llorar, continúa. “Me violó, me violó, me violó…”, repetía como si al decirlo se deshacía de todas las frustraciones que lleva por dentro desde hace nueve años. Qué si hubo amenazas tras el abuso, era la pregunta que correspondía. Sí, respondió aun llorando. “Ese pichón de Satanás, me dijo: ‘¿Tú sabes que yo tengo un arma, verdad? Con eso te digo todo. Ah, y por supuesto, nadie te lo va a creer’. Eso me dijo el cura al que todo el mundo le confiaba sus hijos”, dice con una evidente tristeza.
Quería que se le hicieran las preguntas de lugar porque aunque se fuera en llanto estaba dispuesto a revelar su historia. “Lo que quiero con esto es que sepan que no son solo las denuncias que se quedan “engavetadas” o a las que se les dan curso las que dicen que estos casos suceden. Son las vivencias de gente como yo, sin infancia, sin felicidad, sin vida por culpa de un malnacido que escondía bajo su sotana al más cruel de los monstruos”, ahí deja que aflore una firmeza que por primera vez hace asomo.
Ese día, se fue a su casa con “dolor de cabeza”, según dijo a sus compañeros para despistarlos de la realidad. “No sé si algunos de ellos había pasado por lo mismo en ese entonces. Aunque se dijo que la lista era larga. Bueno, prefiero quedarme con las dudas de cuántos para sentir menos dolor y rencor”. Lo cuenta mientras pide permiso para ir a la cocina en búsqueda de un poco de agua. Brinda. “¿Quieren un poco?”. No, fue la respuesta. “Yo tomo mucha agua, porque a los pasaditos de libras nos da mucho calor”.
Dejó la iglesia
El caso es que dejó de ir al lugar que hasta ese día era su refugio preferido. “Creí que así me zafaría de él, pero no”, vuelve a llorar, esta vez con una evidente nostalgia. Retoma el tema: “No se conformó con acabar con mi inocencia, con destruirme como persona, con quitarme lo que más me gustaba, que era la iglesia. Es más ,yo quería ser sacerdote”, descansa. “Él acabó con todo. El caso es que como a las dos semanas del suceso mandó a una hermana de la comunidad a buscarme para él hablar algo conmigo, dizque que yo iba a ser su mano derecha. Le dije que no, pero ella insistió”, vienen los recuerdos, y eso evidentemente lo aturde.
Mueve la cabeza de un lado a otro, y la deja agachada mientras termina esa parte que se le ha hecho tan difícil contar. “Accedí a ir para decirle que no me molestara, y que si no me dejaba tranquilo, iba a hablar. Se burló de mí. Me chantajeó diciéndome incoherencias que yo, muchacho al fin, ni entendía. Me entró de nuevo al baño, esta vez a la fuerza pura, me amarró un trapo en la boca, y abusó de mí por segunda vez. Mientras lo hacía me decía: Tienes que entender que tú me gustas así gordito’, eso me repetía”, ahora el llanto regresó, y de verdad, fue fuerte ver su estado de ansiedad, desolación, frustración… Uffff qué dolorosa esta escena.
En lo que se espera el tiempo necesario para continuar el relato, el joven que producto de aquel daño vino a vivir a la Capital, y que hoy trabajaba en un taller de mecánica, hacía ademanes para comunicar que se le aguardara un tiempo más. Había que entenderlo. Era la primera vez que hablaba de un tema que lo mantiene “muerto en vida”.