En una sociedad donde la mentira y la simulación crecen de forma silvestre, particularmente en la política y en la función pública, cuando alguien dice la verdad, lo más normal es que se le ponga en serio cuestionamiento.
Y es que nos hemos acostumbrado —de manera colectiva— a mentir tantas veces, que, como en El Principito, cuando decimos la verdad nadie nos cree.
La política es, por mucho, el terreno más fértil para que florezcan el engaño, la trampa, la triquiñuela, el trinquete, la simulación, salirse por la tangente, buscar el bajadero, las medias verdades y las mentiras enteras.
Es difícil cuando alguien quiere ser sincero, que esa sinceridad sea aceptada sin que una mayoría del colectivo interlocutor piense que en el fondo existe gato encerrado o la intención de meter un gato por liebre.
Con la aseveración del presidente Luis Abinader de que no tuvo nada que ver con el proceso que parió la Ley 1-24 sobre la nueva Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), estamos en presencia de la situación señalada más arriba.
Es decir, creo en que lo dicho por el jefe del Estado se ajusta a la realidad, pero como desde el poder han mentido tantas veces, resulta hasta sospechoso que alguien diga la verdad.
No veo por qué tenga que ser mentira lo señalado por Luis, si desde un principio ha venido de alguna manera aceptando los justos reparos a la indicada ley.
Reitero que creo en lo que dice Luis. Y es mi opinión que no tiene porqué ser compartida por nadie más. Es la democracia.
Ahora bien, algo que no acabo de entender, ni procuraré entender: ¿cómo si en la formación de las leyes intervienen dos poderes del Estado —el Legislativo que las aprueba y el Ejecutivo que las pone en vigencia— solo este último es el destinatario de la más feroz andanada?
Y algo más: ¿cómo si las iniciativas legislativas pasaron—o debieron pasar—por el cedazo de 444 ojos de los 190 diputados y 32 senadores, siempre que no haya algún tuerto, solo los dos ojos de Luis son los culpables?
La más rupestre inferencia nos conduce al momento en que nos encontramos, en su pleno apogeo la lucha por el Poder—así, con mayúscula—, y donde Abinader es un actor fundamental.