No es desamor. Aunque lo parezca. Es un cine de autor. Genial. Con voz propia y mirada intensa. Se respira un sentimiento compartido por una pareja de recien conocidos.
Su director, Won Kar-wai apuesta a un amor sin sexo. Lo hace sin reiterar ni aburrir. No lo piensa para repetir una misma escena, con similar banda sonora, e idéntidad visual.
La historia relata el temor de dos personajes a entregarse a la aventura sin antes descubrir sus propias emociones.
A la hora del beso llega la lluvia y no saben meterse dentro de ella. De laberinto en laberinto, Won Kar-wai advierte la impronta de la duda, y certidumbres.
Vuelve a apoyarse en el trabajo actoral. O al decir de Kurosawa: “la manera más perfecta
de no lamentarse de noción perdurable de las equivocaciones”.
Ahora, quienes derrochan virtuosismo son Maggie Cheung y Tony Leung; ella con diatribas; él con la espiritualidad de los fantasmas.
Juntos promueven una sinfonía inconclusa y no precisamente “para piano mecánico”.
Se saben desdoblar en palabras, frases y conversaciones entrecortadas por la mutua simpatía que frenan, pero no pueden ocultar.
Las escenas repetitivas se parecen, pero no son iguales. Tampoco lo fueron los prodigiosos capítulos de “Absalón Absalón” que William Faulkner traía y retrotraía en busca de oleadas diferentes dentro instantes similares. Wong Kar-wai acude a ellas para demostrar que sus personajes luchan por romper sus propios laberintos.
Wong Kar-wai entrega otras pistas para romper el juego lúdico. Lo hace al cambiar el vestuario, el maquillaje y el decorado.
El guión huele a pulcritud profesional, al igual que el ritmo cinematográfico movido por esa música latina instrumental, encabezada por Astor Piazzolla.
Filmado en Hong Kong, el filme se rodó en Bangkok, Thailandia. También incluye imágenes de Angkor Wat, Camboya.
Esta es la segunda parte de la famosa trilogía, de los que se aman pero miedos.