La iglesia latinoamericana ha recobrado, en los últimos meses, el vigoroso papel de acompañar a los pueblos en la defensa del derecho a la vida y contra los intentos por legalizar los matrimonios “gays” y la eutanasia, sin dejar de soslayar, por supuesto, los corrosivos efectos que la corrupción administrativa está causando a la institucionalidad de esos países.
Por levantar la bandera de lucha a favor de la democracia, contra la represión y el autoritarismo que han ejercido contra sus ciudadanos los regímenes de Nicaragua y Venezuela, la iglesia ha sufrido en carne propia el ataque y el acoso de esos gobiernos, constituyéndose en el baluarte de causas que, en el fondo, promueve la doctrina social de su evangelio.
La nuestra parecía menos activa, menos participativa y menos presente en las disyuntivas más críticas que ponían en juego el respeto a la vida, tanto por vía de legislaciones o enmiendas legales que procuran insertar en el Código Penal algunas causales para permitir el aborto, como la violencia intrafamiliar o la delincuencia, que se ha llevado a la tumba a muchas mujeres, hombres, jóvenes y niños.
Más allá de los puntuales mensajes pastorales que la iglesia emite en dos fechas conmemorativas, el Día de la Independencia y el Día de Nuestra Señora de la Altagracia, la voz de la Iglesia parecía más enunciativa que proactiva en la adopción de un modo directo de acción como el que han asumido los episcopados latinoamericanos al poner a sus obispos y sacerdotes en la calle, fuera de los claustros, para acompañar hombro a hombro al pueblo en sus más legítimos reclamos.
Ayer la Arquidiócesis de Santo Domingo movilizó una gran cantidad de fi eles ante el Congreso Nacional para hacerle saber a los legisladores que no pueden jugar a la “cultura de la muerte” permitiendo la interrupción de los embarazos en base a tres causales: cuando la madre corre peligro, cuando el embarazo es el fruto de una violación o incesto o cuando la criatura presenta malformaciones o indicaciones de que la vida no será viable.
Como en los momentos decisivos de la reforma constitucional de 2010, cuando la feligresía asumió un papel más militante y sistemático en contra del aborto y otras permisividades reclamadas por grupos de la sociedad, en alguna medida patrocinados por gobiernos o entidades extranjeras, la iglesia se ha puesto de nuevo al frente del deber que le ha trazado el Evangelio para hoy y todos los tiempos.
¡Qué bien que haya despertado!