NUEVA YORK. Cuando Stephen Dennis criaba a sus dos hijos en la década de 1980, nunca escuchó la frase “tiempo de pantalla” ni le preocupaban las horas que los chicos pasaran con la tecnología. Cuando compró una computadora Apple II Plus, la consideró una inversión para el futuro y alentó a sus niños a que la utilizaran tanto como les fuera posible.
Vaya que las cosas han cambiado con sus nietos, sus teléfonos celulares y su Snapchat, Instagram y Twitter.
“Parece una adicción”, dijo Dennis, un constructor jubilado que vive en Bellevue, Washington. “Antes uno tenía una computadora, una televisión y un teléfono, pero ninguno de esos aparatos estaba conectado con el mundo exterior, salvo el teléfono. La tecnología no era omnipresente”.
Quienes hoy son abuelos tal vez recuerdan con afecto “los buenos tiempos”, pero la historia indica que los adultos siempre se han preocupado por la fascinación de sus hijos con las nuevas formas de entretenimiento y la tecnología desde la época de las novelas de 10 centavos, la radio, las primeras historietas y el rocanrol.
“Esta idea de que nos preocupe lo que los hijos estén haciendo es muy del siglo XX”, declaró Katie Foss, profesora de la Universidad Estatal del Centro de Tennessee. Sin embargo, en lo referente a tiempo de pantalla, “lo único que estamos haciendo es reinventar las mismas preocupaciones que teníamos en la década de 1950”.
Cierto, los temores en la actualidad parecen agudos en particular, como han sido siempre por supuesto. Los teléfonos inteligentes tienen una presencia altamente personalizada 24 horas al día los siete días de la semana, lo que aviva los temores de los padres hacia la conducta antisocial y desconocidos peligrosos.
Sin embargo, lo que no ha cambiado es el temor generalizado de los padres hacia lo que estén haciendo sus hijos cuando no los están viendo. En las generaciones anteriores, esto a menudo implicaba que los chicos anduvieran por ahí y se escabulleran de la casa para beber. En la actualidad, podría significar que los chicos se escondan en su habitación y conversen con extraños en internet.
Hace menos de un siglo, el advenimiento de la radio suscitó temores similares.
A principios de la década de 1930, un grupo de madres de Scarsdale, Nueva York, exigieron a las radiodifusoras que cambiaran los programas que ellas pensaban eran excesivamente “estimulantes, atemorizadores y abrumadoramente emocionales” para los chicos, dijo Margaret Cassidy, historiadora de medios de la Universidad Adelphi, en Nueva York, y autora de una crónica sobre jóvenes y medios en Estados Unidos.
Debido al activismo del grupo de madres Scarsdale Moms, la Asociación Nacional de Radiodifusión elaboró un código de ética sobre programación infantil en el que se comprometieron a no presentar a los delincuentes como héroes y abstenerse de glorificar la codicia, el egoísmo y el irrespeto a la autoridad.
Después la televisión irrumpió en la conciencia pública con velocidad sinigual. Para 1955, más de la mitad de los hogares en Estados Unidos tenían un televisor blanco y negro, según Mitchell Stephens, historiador de medios de la Universidad de Nueva York.
El nerviosismo comenzó casi de inmediato. Según un estudio a 6.000 menores, 2.000 padres y 100 maestros efectuado por la Universidad de Stanford en 1961, más de la mitad de los chicos estudiados veían programas para “adultos”, como películas del oeste, de delincuencia y otros que presentaban “problemas emocionales”. Los investigadores se horrorizaron de la violencia en la televisión incluso en los programas infantiles.
Para finales de esa década, el Congreso había autorizado 1 millón de dólares (equivalentes a 7 millones en la actualidad) para estudiar las secuelas de la violencia en la televisión, lo que dio pie a “miles de proyectos” en años posteriores, según Cassidy.
Debido a esta situación, la Academia de Pediatría de Estados Unidos aprobó en 1984 su primera recomendación de que los padres restrinjan la exposición de sus hijos a la tecnología. La asociación médica argüía que la televisión transmitía mensajes irreales sobre drogas y el alcohol, podrían contribuir a la obesidad y alentar actos de violencia. Quince años después, la asociación emitió su célebre edicto de que los chicos de menos de 2 años no debían ver televisión en absoluto.
Esa sorprendente decisión se debió al programa infantil británico “Telettubbies”, en el que salían humanoides retozones con televisores incrustados en el abdomen.
Sin embargo, la idea del programa de extraños seres de televisión dentro de otra televisión no era el problema, sino el balbuceo con el que los Teletubbies se dirigían a niños que aún no aprendían a hablar bien y que los doctores pensaban debían aprender a hablar de sus padres, dijo Donald Shifrin, pediatra de la Universidad de Washington y expresidente del comité de la Academia de Pediatría que había impulsado la recomendación.
Los videojuegos presentaron un desafío distinto. Las décadas de estudio no han validado el temor más grande: que los juegos violentos alientan una conducta violenta. Sin embargo, desde el momento en que los juegos surgieron como una fuerza cultural a principios de la década de 1980, los padres se asustaron de la manera como los chicos se perdían en juegos tan sencillos y repetitivos como “Pac-Man”, “Asteroids” y “Space Invaders”.
Algunas ciudades intentaron restringir la propagación de los salones de máquinas para jugar. Mesquite, Texas, por ejemplo, insistió en que los padres supervisaran a los menores de 17 años. Muchos padres imaginaron que las salas de videojuegos de los adolescentes eran “cuevas de vicio, drogas y sexo”, escribió en fecha reciente Michael Z. Newman, historiador de medios de la Universidad de Wisconsin-Milwaukee, en Smithsonian.
Esta vez, algunos expertos fueron más compasivos con los chicos. Los juegos pueden reducir la ansiedad de los menores y cumplir el añejo deseo de “estar totalmente absortos en una actividad segura y no poder pensar en nada más”, dijo Robert Millman, especialista en adicciones del Hospital Nueva York-Centro Médico de la Universidad Cornell, al New York Times en 1981. Los describió como alternativas benignas frente a las apuestas y la “inhalación de pegamento”.
Inicialmente la internet, la “supercarretera de la información” que podía conectar a las personas con el conocimiento del mundo, recibió una aprobación similar por ayudar a las tareas y la investigación. Sin embargo, cuando comenzó a relacionar a la gente, a menudo a personas antes aisladas, pronto aparecieron las ya conocidas preocupaciones.
Sheila Azzara, de Fallbrook, California, recuerda cuando supo de las salas de chat de AOL a principios de la década de 1990 y las consideró “un lugar algo hostil”. Los adolescentes con padres más permisivos que maduraron a principios de la década de 1990 quizá recuerden estas salas de chat como lugares donde una chica de 17 años podía fingir que era un hombre de 40 años (y viceversa) y conversar sobre sexo, drogas y música (o temas más mundanos, como los acontecimientos actuales).
Azzara no se preocupaba demasiado en aquel entonces de las consecuencias de la tecnología en sus hijos. Los celulares no eran tan comunes y las computadoras, si alguna familia tenía una, estaban por lo general en la sala de estar. Sin embargo, ahora le preocupan sus 12 nietos.
“No interactúan con uno”, afirmó. “Están metidos en una pantalla o en un juego