Por José Alejandro Vargas
La legitimidad no solo entraña respeto por la forma de escogencia con que el soberano otorga la representación política, sino también, que las actuaciones de los representantes deben estar ceñidas al principio de legalidad y no contrariar el contenido de la constitución.
De las dificultades que fue preciso remover para concretizar la amplia reforma constitucional de 2010, que traía entre sus novedades la creación de un tribunal constitucional con exclusiva competencia de garantizar la supremacía de la Constitución, la defensa del orden constitucional y la protección de los derechos fundamentales, hay que subrayar la notable aprensión de un segmento significativo del liderazgo político nacional, cauteloso frente al surgimiento de un órgano de control de constitucionalidad que pudiera erigirse en una superestructura política y jurisdiccional, capaz de subrogarse competencias que legítimamente incumben a los tres poderes que integran el Gobierno de la Nación, como bien lo ha fijado el artículo 4 de la Carta Sustantiva.
La obviedad de ese recelo era el resultado del temor subyacente de que se alentaran límites extremos de interdicción a la práctica consuetudinaria de algunas autoridades de producir actos normativos, muchas veces contrarios a los postulados constitucionales, sin que un órgano de control tuviera a su cargo la validez de tales disposiciones, como debe ser la regla de oro en todo sistema de gobierno que se precie de demócrata y que se proyecte como legítimo a los ojos de la mayoría, porque la legitimidad no solo entraña respeto por la forma de escogencia con que el soberano otorga la representación política, sino también, que las actuaciones de los representantes deben estar ceñidas al principio de legalidad y no contrariar el contenido de la constitución, pues lo inverso sería presumir de una legitimidad que no se tiene.
Ningún ejercicio del poder político puede ser desmedido, la constitución como fundamento del Estado de derecho traza pautas limitantes a las acciones u omisiones de los órganos que conforman el gobierno de la nación, esto acrecienta la necesidad de la existencia de un guardián que vigile que los actos de los poderes públicos se enmarquen en el ámbito que la Carta dispone, de aquí lo relevante del tribunal constitucional es que en su rol de vigilancia nos proporciona una interpretación última, vinculante, del contenido esencial de los derechos fundamentales y, a la vez, posee la potestad de expulsar del ordenamiento jurídico cualquier norma tendente a quebrar el equilibrio institucional y contrariar enunciados y mandatos constitucionales.
La protección de los derechos fundamentales y, en general, las atribuciones que tiendan a garantizar la supremacía constitucional suponen, necesariamente, que un «tercero imparcial» realice la función de verificación de la compatibilidad constitucional de las normas consideradas infraconstitucionales, así como de la regularidad del ejercicio de las funciones estatales. En el caso nuestro elegimos la opción política cuyo fundamento descansa en la construcción teórica de Hans Kelsen, que entendía que el garante conveniente de la supremacía constitucional y las consecuentes garantías debía ser un tribunal constitucional, tal como fue asumido por la Asamblea Revisora en el artículo 184 de la Carta Magna, que además estatuyó que las decisiones de ese órgano jurisdiccional son “definitivas e irrevocables y constituyen precedentes vinculantes para los poderes públicos y todos los órganos del Estado”.
El TC resulta ser, entonces, respecto de una controversia constitucional, el órgano de cierre, por lo que acatar sus disposiciones reflejan la fortaleza de las instituciones y la reciedumbre de la democracia. En palabras de Humberto Nogueira: “…el Tribunal Constitucional no depende, para la validez de sus decisiones, de la aprobación de otro tribunal o poder, indicativo preciso de que esta jurisdicción constitucional ejerce control y no está supeditada a otro control jurídico. Lo que entendemos prioritariamente importante de este hecho radica en que, siendo así, la justificación del Tribunal Constitucional es jurídica, pero ha de tener también soporte ético, proveyendo soluciones que los restantes actores del ordenamiento entiendan como moralmente válidas como requisito no para la validez de la decisión sino para su comprensión, asimilación y ejecución”.
En efecto, es absolutamente indispensable que quienes integren esa alta corte comprendan que la función de este órgano en cuanto a la determinación del contenido de los derechos fundamentales es de naturaleza interpretativa, y que de modo alguno le está permitido tomar decisiones políticas en contra de las leyes, pues de ser así, estaría invadiendo el ámbito que la propia Carta Sustantiva reserva al legislador democrático, por lo que, en ese orden, la caracterización de los fallos de esta alta corte deben fundamentarse en la racionalidad y el apartamiento de cualquier argumento que pudiera inferir oportunismo político.